Quem sou eu?

Sou um ser Extemporâneo, uma guerrilheira das fronteiras imaginarias. Poeta libertária e utópica.
Transvalorar é preciso, viver nao é preciso.
Acredito nos sonhos...meus e do mundo...
sou eterna e etérea (enquanto dure...) sou Nômade, underground, Yopará...
Fumo com saci, bebo com exu, já duvidei de mim, mas hoje risco faca e atravesso encruzilhadas sem medos de precipicios... sou anúncio...capa de giramundo lírico...sei do poder que habita em mim e na vontade de todos..
reconheço a força do amor e da arte..

minha vontade de potencia: viver em um mundo mais humano e animal.
Respeito o ambiente onde vivo, tentando causar o menor impacto possível.

Sou bicho, sim...um animal que sonha e faz arte... um bicho raro...


bem vindos á Amandy Gonzalez, a mulher cereja em versao atualizada e prontinha pro que der e vier...
obrigado a todos por partilhar, por sonhar e por torcer por mim...

sábado, 12 de janeiro de 2008

AGUA DE LLUVIA Amandy da Costa González
I
As lembranças são como pequenas ilhas de emoção. São dispositivos de passagens históricas. É tempo. Correr, olhar, ouvir, transportar-se, viver são vácuos. Espaços permanentes de quereres retidos na memória.
Lembramos tudo o que vivemos? Lembramos só o sentido e algumas grandes obras.
Quanto espaço vazio. Ou será o tempo?
Pego-me às vezes me repetindo, isto sim, aquilo não, é ruim, não pode.
Será? O sentido da humanidade abarca o nosso mínimo sentido, e a nossa mínima vida, não procura a vida com a sua instabilidade e emoção, ao contrário, nos vemos amedrontados entre uma ilha e outra com medo de cair no abismo da emoção incontida.
Fora destes espaços é incompreensível procurar o apoio humano. Foge aos desígnios de reordenar-se em função de um esquema.
Minhas lembranças desordenadas não procuram orientar-se. Sabem-se incontidas. Aliás, varias ilhas de emoção se encontram bloqueadas.
Tempo apagado, incomunicado, ausente de sentido que como polvo sedento vai sugando na sua roda outros esquecimentos.

Siempre me pareció que mis recuerdos eran muy prematuros y que recordaba que cosas que posiblemente otros niños no se recordarían naturalmente. Es como si de repente yo quisiera guardar dentro mío todas las sensaciones que me traían mi familia, mi casa, mis amigos, mi perro... como eran las cosas antes de que todo ocurra.
Un día me acuerdo que fuimos a Clorinda con mamá. Ella tenía un encuentro. Estábamos en marzo de 1976. atravesamos el Río Paraguay en una gran embarcación de pasajeros y de coches, y que estaba transportando mucho más peso del que podía soportar.Todo sucedió muy rápidamente el barquito se hundía. Había mucha gente. Hubo gritos, entreverándose adultos niños y algunos animales.El agua comenzó a aparecer por todos los lados. Madre de un lado, hija del otro.Prenuncio natural de algo que ocurriría enseguida.Me izaron al aire y poco a poco me retiraron del río. A mi madre la encontré al lado de una puerta. Continuamos viaje.

Conseguimos llegar a Buenos Aires. Para mí por durante mucho tiempo Buenos Aires era para mi un gran zoológico. Era excepcional. Yo ayudé a alimentar a un oso con mis palomitas de maíz. Vi a una cebra muy bonita y muchos animales... mi mamá me había comprado un globo rojo que yo llevaba por todas las jaulas. Al final de la tarde me fui a sacar una foto. El globito se reventó. El fotógrafo al verme llorar, se apresuró a revelar la foto y me mostró diciendo. - Mira! - el globito está aquí para siempre.
Yo comprobé que era verdad.y deje de llorar. Quedé con la fotografia.
Yo comprobé que era verdad y dejé de llorar. Quedé con la foto.
Viviamos en la calle 3 de febrero y éramos una familia feliz. Mamá casi nunca estaba en casa y cuando estaba estaba muy llena de compromisos. Pero había un amor muy lindo. Mamá era muy hermosa, tenía una larga cabaellera negra muy bonita y una dulzura tan grande en sus actitudes y en su mirada. Yo tenía un perro que se llamaba Pupi y le había pedido una hermanita para mamá.Mi abuelita estaba siempre conmigo. A papá lo veía a veces quando nos ivamos a la quinta con el flaco y el petiso.En la casa de tres de febrero habían muchos ni`nos que eran los vecinos y que jugaban el dia entero con nosotros, Lulo, Milva, Enrique, eran mis compañeritos mas próximos................me acuerdo de mis juguetes, yo tenia un baul de muñecas y una girafa gigante. Habia un tigre colgado en la pared y que cuando se le estiraba una cuerda, él rugia. Los dias pasaban y en la casa reinaba la vida en todas sus manifestaciones pues habia un jardín muy bonito y un perro feliz.Estabamos jugando en el patio cuando mi abuela recibe una llamada telefónica. Era mamaá. Ella parecia estar muy nerviosa.. mi abuelita habló con ella que mostro parecer inalterada. Seguimos jugando. Dos horas después llega mamá en un coche y desesperada queda al saber que no se habia arreglado nada para la fuga.

PRIMERA PARTE
II
La ciudad parece viva y peligrosa. No aguanto mi soledad. Es una mezcla de angustia y rabia. Esta situación tiene un gusto conocido. Estar solo es insoportable. Llego a salir y vagar sobre rostros familiares por un rato. Talvez no quisiera experimentar otro tipo de emoción. Encontrarse a solas también puede ser temido (vivo y peligroso). Ahora me siento tranquila, no estoy a solas, pero sola me siento. Me sumerjo. La misma niña que se busca. ¿Dónde estás?
Me acuerdo que jugaba con muñecas, y tenía mamá, papá, hermanos... una gran familia. Yo no jugaba a las mamás, yo hacía de hija, me convertía en muñeca también (una de ellas era yo). Se lo contaba a mi abuela: -Lali, éste es mi papá, ésta es mi mamá. En un primer momento todos eran mis hermanos, después apenas un grupo seleccionado de juguetes representaban mi familia, el resto eran conocidos y hacían el medio social, representaban otras familias. -¿Dónde está Pira? Pira también se fue. Encontró su familia y se fue. No sé si llegó a ser feliz, pero me quedé más vacía.
Fátima tuvo un hijo. Un bebé. Ella era madre. Cuando ella estaba en casa sí me gustaba jugar a las mamás, cuando ella se iba yo volvía a ser hija. -¿Te puedo llamar mamá? Así preguntaba: -Lali, vos sos mi mamá ahora...
III
Viento frío. Temblores de tormenta. Los rugidos del universo dando su grito, iniciando la rueda gigante. La tierra es tocada con el agua de las nubes. Es una pequeña fiesta.
Reconozco las señales de regocijo, los preparativos, la inquietud. Puedo reconocer las burbujas de mi cuerpo como mensajes de extrañas escrituras, tierra húmeda y fértil.
Entrañas reavivadas de corriente-vena-raíz. Charco de agua desnuda que moja.
La naturaleza te responde (con la piel y todos sus sentidos). Te respira cuando vienes. Piel y sentido.
Respira tu llegada. Gotas.
Algo de cansancio en el rechazo. El dulce empalago de la abeja. Hormigas de amor. Hay un gran hueco que retumba tras de ti cuando hablas. Lo mezclo a veces con mi propio eco y ambos simulamos no oír nada.
Imagino tus faltas para no pensar en las mías.
Hay un conjunto enredado en mi mate que me impide recordar.
Imágenes o escenas.
IV
Pira era mi hermana, o era como si lo fuese. Nos llevábamos muy bien y sabíamos que, a excepción de Lali, esos adultos no eran nada confiables. Confiábamos en nosotras, y juntas no estábamos solas. Vivíamos peleando, pero sabíamos que no nos deseábamos ningún mal. Ella dibujaba y era muy caprichosa. Tenía un genio fuerte -sólo hago lo que quiero. Yo era aparentemente más maleable, escondía mis gustos. Hago lo que deseas y me dejas jugar después.
Cierta vez Pira se quedó un día entero sin comer por no querer decir buenos días. Yo tenía una relación más práctica con la vida. Decíamos que podríamos vivir juntas.
Sus padres estaban presos y a menudo una mujer (que pasaba por ser su madre) la ataba a la pata de una mesa durante días, mientras se iba a militar. Talvez de ahí su genio fuerte. Nos llevábamos dos años. Yo era mayor. Un día Lali tuvo que salir. Pira y yo nos vimos solas. Juntamos dinero (muchas monedas). Íbamos a tener que sobrevivir. El echo de estar juntas nos daba fuerzas para no desestructurarnos. Creo que esa misma fuerza fue la que sintió mi abuela ya que ella no se fue. Quien un día se fue, fue Pira. Juntó sus ropas, sus muñecas, sus zapatos y dibujos. Abrazó a esa mujer (que pasaba por ser su madre) y sin derramar una sola lágrima se fue. Genio fuerte.
V
Me recuerdo corajosa desde siempre. Pasaba buena parte del día escribiendo o dibujando. Lecturas recuerdo sólo a Condorito, legado de Lelo (figura masculina próxima y fugaz). Me gustaba jugar en el patio. Era el único momento en que podía socializarme. Generalmente hijos de policías y torturadores que teníamos por inquilinos. Mi base emocional estuvo siempre expuesta como en un campo de batalla. Como niña me negaba a desconfiar y a ser prudente, negaba el pasado que me enclaustraba. Y el mundo de afuera se mostraba como un desconocido monstruo listo a devorarme los ojos.
Mi abuelita rezaba; le ayudaba a vivir mejor pero no a comprender mejor su entorno. Mi abuelita hablaba con todos pero no confiaba en nadie; en aquel momento su desconfianza fue del punto de partida para su preservación y la mía. Yo confiaba en ella y en el mundo, aunque sabia que no debía hablar con nadie y ni siquiera tener amigos. Uno nunca podía suponer a quien se estaba entregando.
Yo deseaba tener amigos y me parecía posible confiar; aún no llegaba a entender las relaciones políticas del país ni la importancia del control.
Yo tuve una infancia de prisión domiciliar durante doce años a los cuales puedo añadir una serie de malos tratos y abusos que mi mente ha preferido borrar.
En el barrio, como en el país, todos eran conniventes con lo que ocurría, o preferían no saber nada. Era pesarosa la complicidad impotente.
Creo que en esa época no llegué a conocer realmente a nadie, ni siquiera a establecer relaciones, ni con mi pretensa familia.
Mi universo giraba entorno a mi abuela, la salvadora Lali, y el de ella en torno a mí.
Ambas, naufragas, nos acompañábamos en el pesaroso mar de realidades. Tanto fingimos la plenitud de nuestra felicidad onírica que la historia se desvanecía como un sueño.
El pasado es algo tan lejano como el presente. Nos refugiábamos en un mundo aparte hecho apenas para y por nosotras dos. Nos agarrábamos a la tabla y olvidábamos el mar.
Una delirio salvador.
De esta forma, mi infancia pudo ser feliz, yo olvidaba hasta mi nombre, los días pasaban y yo podía jugar.
A los doce años parecía tener ocho o menos. No conocía la calle ni sabía lidiar con los demás. Desconfiaba siempre, pero no sabia muy bien de qué. VI
La policía estaba siempre en nuestro patio. O eran fiestas orgiásticas que duraban días enteros, regadas con güisqui y balas, o eran las caras familiares de nuestros vecinos que nos devolvían pedazos de dignidad para después exhibirlas en grandes comilonas.
La policía fue como la lluvia, estuvo siempre presente en los grandes acontecimientos de mi vida. Evidentemente nunca tuvo el mismo carácter purificador.
Las historias oficiales en nuestra tierra no representaban ninguna forma de liberación o siquiera de conocimiento. Aunque yo no entendiese muy bien qué hacía esa gente divirtiéndose en mi casa, mi orgullo sentía una especie de asco, que se explicaba con un cierto mal humor e irritabilidad imprecisa. VII
Subir a un árbol con un cuchillo en el bolsillo. Época de pomelos jugosos. Un árbol era mi favorito. Jugaba a que era mi casa; en ella había lugar para sentir el sabor del viento, para colgar las piernas donde era mi supuesta cama... y lo mejor de todo es que estaba llena de frutas.
En ese árbol yo tatué Nidia y Juan Carlos. El amor de mis padres estaba tallado en mi casa, era una especie de bienvenida.
Podría quedarme horas sintiendo el gusto cítrico en mi garganta. Era un agradable lugar para no pisar el suelo.
VIII
-Habla sola el día entero -decía Lali de cuando en cuando. Me pasaba horas hablando. Hacía hablar a mis muñecas. Componía varios personajes y finalmente podía aproximarme con desenvoltura a cada uno de ellos. Me gustaban más unos que otros. Sin saberlo, estaba reproduciendo una sociedad de buenos y malos.
Entre mis muñecos sólo tuve una vez un hijo. Mi hijo negro. Se me perdió cuando tenía 6 años. Lo dejé encima de la muralla. No recuerdo porque no volví a tener hijos. Mis muñecos eran otras personas, iguales a mí.
Me perdía en la oscuridad del patio. Hablaba con varios amigos invisibles a los cuales conocía íntimamente. Y pueden creerlo... hablaba hasta con Dios. A estas alturas pueden darse cuenta de que hablaba con todo el mundo, y el mundo me respondía en mudo. A veces llegaba a parar en otros planetas. La oscuridad era segura y amiga.
IX
Familia eran para mí momentos fugaces, cuando el peligro no comprometía la emoción.
Eran pocas las personas que reivindicaban algún parentesco conmigo. Lelo nos visitaba, quería saber si nos faltaba algo. Eran momentos.
Tenía una tía-madrina que vivía muy cerca. Una vez, cuando cumplí nueve años, me visitó y me regaló una linda torta. Momentos.
Un día conocí a una hermana menor que no sabia de mi existencia. No pasaron de momentos
Otro día conocí a mi hermana mayor...
Familia, para mi, era una serie de riesgos deshilachados frente al ancla enorme de los recuerdos de mi abuela. Ella poseía dos grandes pruebas del pasado: me tenía a mí y tenía la foto de mis padres; la guardaba junto con la de sus hijos. Todos desaparecidos. La vida parecía entonces una sucesión de historias y de fe. Era necesario creer para que la memoria no desapareciese y nos desvaneciésemos entre los momentos fugaces del día a día.
X
Mi primer beso me lo llevé de un pyrague de casinos clandestinos que vivía con sus cinco putas y su madre. Él me ordenaba, me tocaba. Yo temblaba. Tenía miedo, aún no sabia de qué. No tenía cinco años. Repugnancia, tristeza y miedo. Mejor no decir nada a mi abuela. Ellos se fueron, otros vinieron. Aunque mi abuela no sabía nada de política, poseía intuición y conocimiento humano. -No te acerques a la gente... Pero no podía alejarme de los niños.
Ahora nuestros inquilinos tenían hijos de mi edad. Querían confesiones. Hablé....
Quien solía llevarme a hablar con mamá, las pocas veces que pude verla en la clandestinidad, era mi tío sin nombre.
Hablaba muy poco de él, pero era muy juguetón y de todo hacía chiste. Para ver si estábamos siendo seguidos por la policía alabeábamos, zarandeábamos e inventábamos muchas historias. Jugábamos a que todo era mentira. Sólo nuestro juego realidad. Infelizmente descubrí el nombre de mi tío cuatro días después por los diarios. Mi tío sin nombre se llamaba Jorge Agustín Zavalla y fue cruelmente asesinado en la séptima comisaría de Asunción. Era verdad, estábamos siendo seguidos.
XI
La niña abre el ropero y se esconde. No hay lugar tan quieto que contenga todo ese alborozo. La oscuridad penetra la piel y la absorbe. Duermo.
XII
Tenía 5 años, comenzaba el primer grado. Mi compañera de clase y de transporte escolar era también mi vecina. Su padre era investigador alemán y se decía que trabajaba para la policía. Mi primer uniforme escolar fue un regalo de ellos.
Mi casa no tenía más muebles que una cama grande, donde dormíamos mi Lali y yo, una mesa y seis sillas muy bonitas. A menudo teníamos dificultades para comer. Llevábamos una vida frugal e inestable.
La navidad se aproximaba y yo, que aun creía en Papá Noel y en los Reyes Magos, soñaba con una bicicleta. Sueño que compartíamos Pira y yo. Salíamos a pasear y podíamos ver varios juguetes en la tienda. -Éste me lo voy a pedir yo. Lali nos miraba y nos dejaba creer.
Pasó la navidad. Vimos el Papá Noel de la tienda bajarse del tejado y repartir regalos a todos los niños, en realidad sólo a los que anteriormente sus padres ya hubiesen pagado los juguetes. De hecho, como nuestra abuelita nos había advertido, a nosotras no nos trajo nada.
Pasó el año nuevo.
El día de Reyes estábamos las tres en la casa del vecino. Mi abuelita parecía entretenerse en una conversación de adultos mientras Pira y yo nos aburríamos de cansancio.
-Vamos a dormir... -reclamábamos en coro. -Vayan ustedes, yo voy después -nos respondió Lali.
Sorpresa generalizada, pues sólo a la fuerza saldríamos del alcance de su vista. Por motivos de seguridad no teníamos el hábito de andar solas ni distancias cortas. Asumí prontamente el comando de la operación y agarradas de la mano caminamos por la oscuridad empuñando la llave para esperar a la abuela solitas dentro de la casa.
Puerta abierta, luz prendida. Los Reyes habían pasado por casa. Evidentemente no trajeron la tan soñada bicicleta pero sí una infinidad de cachivaches coloridos de varios tamaños y formas. Muchos juguetes.
La maravillosa pasada de la fantasía deja su rastro de felicidad innombrable.
Pasaron algunos segundos de silencio para incorporar la magnitud infinita de la realidad, y al fin de esos gritos, saltos y una corrida balbúrdica para avisar la llegada...
- Lalita... los reyes... los reyes pasaron por casa, mientras nosotras no estábamos.
La alegría se extendió a nuestros vecinos, menos a mi compañera de clase. -¿Por qué aún no llegaron aquí? Le recomendaban paciencia y que se fuese a dormir, ellos vendrían cuando todos estuviesen durmiendo. Dicho y hecho. Al día siguiente jugábamos juntas con juguetes bastantes parecidos.
XIII
Hoy es día de ir a ver a mamá. Me visto, me arreglo linda, me pongo mi vestido de fiesta que me adorna (había pertenecido a una prima lejana).
Llueve. Cae el cielo sobre mi ventana.
-Vamos, Lali... -no podíamos atrasarnos, los tiempos eran contados con precisión. Un desencuentro era una señal de alarma.
-Vamos, Lali...
Llueve torrencialmente. Lali ve la señal en el cielo.
-Es mejor no ir.
XIV
Un día me desperté con otro nombre. A partir de ahora yo me llamo Beatriz. Supongo que había identificado mis males con el nombre que llevaba. Mudándolo se acabarían los problemas.
-Lali, ese es nuestro secreto. Yo soy Beatriz.
Lo que parecía una broma se convirtió en una manera de ver la vida. Más de ocho años después, la lucha fue para recuperarme Amandy. Mantuve la gota congelada y escondida. En algunos momentos no me sabía más yo misma.
Envuelta en las brumas de la realidad no podía traicionar mi pasado ni mi presente. La memoria se mezclaba con la fantasía. Algún día podría ser yo misma.
No tendría más que tener miedo de hablar. PARTE SEGUNDA
XV
Caminaba con mi abuela por la avenida Eusebio Ayala y llegamos a pasar frente a la séptima comisaría del barrio.
-¿Señora Amalia? Por favor ¿puede acompañarnos?
Comenzó así mi primer interrogatorio y apresamiento. Iría a cumplir mis cinco años.
Los interrogatorios fueron separados. No recuerdo lo que dije. Recordaba e insistía en mi nombre: Beatriz.
Intuí que debía zambullirme en mi mundo de fantasías para alejarlos de mí y de los míos. Tuve una sensación de victoria al identificar muchos años después, en el archivo del terror, a los pyragues señalando los pasos de la niña Beatriz.
De alguna forma, ayudé a alterar la historia. La imaginación era una salida. Beatriz me substituyó.
El silencio fue rodeando mi pequeña vida. La experiencia solitaria se traducía en imágenes mentales que poco a poco se iban borrando.
XVI
Ya desde chica sabía que vivir costaba dinero y con casi ocho años decidí asociarme con una amiga boliviana y abrir un negocio de venta de limonadas. Vendíamos jugo de frutas en la muralla de casa. Por primera vez usábamos el gancho de la mercadería para establecer contacto. Vendí hasta el agua.
Fácilmente doblamos nuestro capital. Infelizmente no pude continuar con la empresa porque no le gustaba a mis abuelos... Decían que no necesitaba que estuviese pidiendo dinero en la calle. Mi abuela no veía este tipo de trabajo con buenos ojos. Para ella el trabajo en sí era casi un demérito. Yo sólo volví a valorarlo mucho después, con mamá, para quién el trabajo es producto de la existencia.
XVII
Parece que di otra remada. Mis sueños comienzan a volver. Rescato un antiguo encanto escondido en algún arroyo con sabor a Paraguay. Talvez sea este calor de verano, que de repente lo llena todo de bruma, el que rehace, volviéndola viva, mi memoria frente a mí. Voy a prepararme un tereré y continuar mirando con emoción.
XVIII Me acuerdo de un callejón en el que había un ómnibus abandonado. Yo paseaba de la mano con mi madre. Ella decía que ese ómnibus sería nuestra casa, que nada como unas cortinitas y una flor para tornarlo más agradable, aparte podríamos ir donde quisiéramos pues no dejaría de ser un ómnibus.
Pasaba por ahí todos los años y con el esqueleto del ómnibus veía corroyéndose mis sueños. -¿Y ahora dónde haríamos nuestra casa?
XIX
Me gustan mucho los espejos. De chica me pasaba horas mirándome en el mundo al revés. Todo pasaba al contrario desde el otro lado. Se veían paisajes.
Me gustaba mirarme la cara. A menudo pasaba horas en la minuciosa tarea de retocarla de talco. Una y otra camada de polvo blanco iban cubriendo mi faz hasta dejarla completamente blanca. Una máscara. Mojaba mis labios que resurgían rojos. Me vestía con mil collares distintos, una pollera larga y una corona en la frente.
Así arreglada, y con mi hijo negro, quería acompañar a mi abuela al supermercado.
Después de dos horas de negociación, de evaluar pros y contras, convenimos que podría acompañarla sin la máscara blanca, pero con todos los collares y mi hijo negro.
Paseando por las calles en semi-clandestinidad, mi abuela, por la necesidad de ir al super, de la mano de un personaje producto de los años setenta como de alguna comunidad alternativa.
Tenía derecho a pollera campana de margaritas y todo.
Aun sin la máscara hacía circular comentarios en las miradas, a las cuales Lali, con una sonrisa de intimidad invadida, respondía: -cosas de criaturas... es una gitana.
Eso de gitana me gustó.
Como decía antes, me gustaba mirarme la cara en el espejo. Era como si a través de mi imagen en el otro lado, fuese capaz de llegar hasta un más allá, hasta otra dimensión en la que no poseía nada de lo que poseía en el mundo de aquí.
Me sumergía en otro tiempo y espacio. Las figuras se hundían en el espejo. Otras realidades desfilaban a mi encuentro. Pero esto era muy difícil. Era necesario mucha paz y concentración, así como el deseo de transponer la transparencia para llegar a otro lugar, sin prisa, dejándose hundir en el reflejo la propia imagen. Resultaba más fácil permanecer con una tenue atención en el mundo externo, que interfería a través de ruidos, o variaciones de luz... En fin, cualquier movimiento podía traerme de vuelta.
Era posible establecer algún tipo de comunicación con alguien del lado de allá.
Encontraba un interlocutor fiándome en mis ojos.
XX
Eso de no tener amigos creó un universo aparte en mis fantasías. Las personas difícilmente se aproximaban a mí para evitar problemas.
-Esa de ahí, sus padres tuvieron problemas con la policía.
Un cordón aislante invisible era forjado. Eso se añadía a mis ganas de evadirme de este mundo.
De chica me gustaba jugar a esconderme en el ropero.
La oscuridad, el silencio y saberme fuera de la realidad eran deseos constantes que podía satisfacer sola.
Usaba el tiempo de quietud para meditar, recordar y pensar en un futuro.
Generalmente el chiste acababa con mi abuelita abriendo la puerta del ropero asustada porque no me encontraba en ningún lugar.
Mis compañeros de escuela me llamaban por mi nombre verdadero. En la escuela yo era una criatura callada y triste. Era muy observadora, tanto que podía observar no ser observada por nadie. Tuve una amiguita que era discriminada en el grupo, por ser pobre. Fue la persona más próxima durante varios años de crecimiento. Ella se llamaba Bella.
La falta de integración me dolía. Al mismo tiempo no tenía muchas posibilidades para sentirme mejor internamente. Comencé a hablar con mis profesoras. Los adultos eran menos temibles que los niños. Comencé a escuchar más atentamente a los adultos, pues ellos determinaban el rumbo de la vida. Así me protegía. Escuchaba. Aprendí a discernir e interferir, cautelosamente comenzaba a reflexionar.
XXI
Yo estoy en el Brasil. Ayer vi un documental de quince minutos sobre los hijos de la dictadura aquí. En general ellos sienten frente a la sociedad la misma falta de justicia. La deuda irreparable de la no-vida, de la prisión de niños, de la disolución de cualquier identidad individual, familiar o social. En fin, un crimen impune y callado por toda América Latina, a veces hasta por sus sobrevivientes, coro de silencio.
La dificultad de hablar es encontrada en todos lados. ¿Contar o permanecer en silencio por ser más fácil el olvido?
Me gustó mucho ver ese documental. Tuve un sueño entreverado, en que mi abuela estaba muerta. Yo también me preparaba para morir cuando me regalaban una cesta de huevos, y mucha gente y amor invadían el lugar. Al despertar había recuperado algo de fuerza interior. Sentí la idea de final y de inicio, como un momento propicio para transformar. Algo comienza de nuevo.
Recuerdo que una vez, después de haberme comido casi media sandía en esos días de calor veraniego de Asunción, me tiré a descansar con una satisfecha sensación de gusto. Desperté después de algunos minutos y bebí mucho agua.
Decía mi abuela que tomar agua con la sandia mataba.
Lalita me había escuchado levantar y me recordó que no debía tomar agua. Retorné la botella a la heladera como si fuese un veneno y le dije que no se preocupara. No quería asustarla con la noticia de lo irremediable, ya que el letal error había sido cometido en un momento de inconsciencia momentáneo.
Volví a acostarme con un pesar que revolvía mis pensamientos en extensas despedidas. Me recompuse, ya esperando la muerte y tocando las manos. Adiós...
Creo que debí quedarme dormida cuando fui despertada por Lali. Entonces -¡estoy viva!.
Toda una sorpresa después de haber enfrentado la batalla de la muerte. Algo comenzaba de nuevo, diferente.
XXII
Generalmente me gustaba escuchar, es una característica cultural de mi país. Escucho más de lo que hablo. Desde chica asumí el papel de aquél que escucha las historias del grupo, que a menudo es llamado para dar consejos y se torna importante por generar una atmósfera con los más puros sentimientos, aquel del que, por lo general, nadie quiere saber mucho.
Me gustaba vivir varios personajes (menos el mío), me vestía de hombre, era casi siempre mi hermano o mi hermana, a veces era mi amiga.
Podía ser de otro país, mezclaba acentos, me disfrazaba de alguien parecido a mí pero con otra historia. Esta otra podía hablar ya que era toda inventada. La verdadera naufragaba en la memoria de forma bastante confusa.
A veces me llamaban de mita’í y a veces no me reconocían por la calle, vestida de mujer grande. Esa sensación me daba un inmenso placer. El no-reconocimiento era mi gran triunfo sobre el escenario de la realidad. Palmas.
XXIII
Finalmente llegaron noticias de mamá con unos parientes de Lali de Bolivia. Trajeron unas carta en las que decía que nos estaba esperando en la Paz. ¡Alborozo!
Una carta, una cinta y muchos regalos. Siempre había regalos cuando venían cosas de ella.
Primero los juguetes... después escuchamos el carrete. Lelo vino a escuchar también y me pidió la carta porque le gustaba mucho cómo escribía mamá. Luché mucho pues aún no la había leído, pero se la cedí.
Nos esperaba en Bolivia. Finalmente iba a conocer también la tierra de mi abuela, su familia y su cultura. Todo era muy emocionante. Ver a mi madre después de tanto tiempo y en otro país. Tanto Lali como yo sabíamos que todo en nuestra vida podía cambiar de un momento a otro.
Esperando mudanzas abruptas Lali comenzó los preparativos que iban desde una selección pormenorizada de lo que es realmente importante, a garantizar que no tocarán nuestras cosas mientras estemos fuera. Lelo se quedaba con la responsabilidad de cuidar y eventualmente vender todo si no volvíamos.
Sólo faltaban las valijas cuando nos fuimos a solicitar los pasaportes (que tanto dentro como fuera del país se saben fáciles de conseguir). Pues justamente los nuestros comenzaron a tardar semanas y semanas para ser despachados. Nuestro tiempo tenía plazos, fechas y compromisos que se iban quedando atrasados.
Las visitas se extendían a través de los días, de las semanas. El retrato delante de la ley de Kafka. El tiempo se iba volviendo polvo alrededor nuestro. Nos mandan llamar.
Entramos en una sala grande, con secretaria y todo.
Un hombre de edad, descendiente de alemán, de traje negro, de nombre Soljanci, nos recibió así:
-Señora, no es nada personal, usted si desea ausentarse del país puede dar ingreso a sus papeles. La niña no. La madre de esa niña se encuentra forajida de la Justicia paraguaya, posibilitando su salida, perderemos el contacto.
-Aaaaah! Chanfle.
No podía salir del país. Yo era un anzuelo inmóvil. Y todavía le daban libertad a mi abuela para poder abandonarme en cualquier momento. Bueno. Volvimos a casa.. Viajar a Bolivia nunca fue una buena idea. Todo se derrumba. Ese día también llueve. Le contamos a Lelo lo que ocurrió y le pido mi carta porque quería leerla.
Todos saben que estoy presa y vigilada. Tengo ahora ocho años.
Mi abuelo me dice que quemó la carta. Yo todavía no la había leído. -Paciencia -me respondía-. Paciencia.
XXIV
Para poder respaldarnos con la ley teníamos que tener paciencia. Uno de nuestros habituales paseos era al Comité de Iglesias y a los abogados. Un programa aburridísimo, donde había que pasarse la mañana entera sentada de silla en silla para hablar con los abogados.
Yo tenía que ir con mi abuela. Sistemáticamente pasaron los días, con sus semanas meses y años, tejiendo su razón de tiempo.
Mientras tanto la ley estaba de vacaciones y pasábamos el tiempo en la sala de espera.
Generalmente era agotador y se necesitaba de fe, buena voluntad, perseverancia y del coraje para exponerse situaciones de abuso de autoridad en plena dictadura. Todos los pasos debían ser medidos muy bien pues, como saben, la ley cuando no está de viaje, no perdona.
Mi abuela se hizo la heredera universal de mi papá, así con su voz legal me reconoció como hija de su hijo (en la ocasión de mi nacimiento mi padre se encontraba clandestino, aparte de no querer que llevase su apellido por ser considerado indigno). Entonces por Orden Judicial comencé a ser Da Costa. Por mi abuela, papá, yo, Mbyjá y Coeyu somos Da Costa.
Con la ayuda de la ley le cambiamos la facha a nuestros personajes. Tenía un padre muerto y una madre no localizada. Lali se transformó en mi tutora pero era la patria quien definía donde yo debía ir o no ir. Ya con mi paternidad comprobada era la vez de cambiar mi filiación materna, pues queríamos recuperar nuestra casa que se encontraba allanada para fines tan corruptos como aquellos que norteaban el país. No es casualidad que fueran los mismos que hacían las leyes.
Mi mamá suele repetir -uno es lo que hace y como hace...
Pues estos policías dejaron la casa en ruinas usándola como un prostíbulo por casi doce años, prostíbulo de la represión.
Si el Paraguay llevaba la imagen de sus gobernantes no es de extrañar la pésima impresión que tienen fuera. Es triste ver el destino de un pueblo negociado arbitrariamente y tan barato en nombre de un poder quelembú.
XXV
Salí a pasear con mi abuela. Ella me dijo -nos vamos a la casa del pueblo. Imaginé algún tipo de iglesia o algo así. En el camino me dijo que era un lugar donde con frecuencia papá solía ir. La simple idea de recorrer un lugar por el cual yo supiese que hubiese pasado mi padre, me daba la expectativa de encontrar alguna pista, o ver alguna señal, quien sabe, hasta un trazo de vida. Quizá...
Llegamos. Subimos algunas escaleras en la entrada. La casa estaba semivacía. Avanzamos hasta el fondo en el patio. Lali se detiene frente a un pedazo de papel en el piso.
En él está escrito Juan Carlos Da Costa del Castillo, bajo una canilla.
Fuimos muy bien recibidos, hablaron bastante de papá, hojeamos varios montones de fotografías. En un pedazo mayor de papel vi a mi padre dibujado con lápiz. La única imagen que yo tendría hasta mucho después, la misma que la prensa acostumbra divulgar (por ser la única que tienen). Nos regalaron el retrato.
El cuadro estaba en el centro de la sala y por el espejo miraba quien entrase. El cuadro miraba para todos los lados. Miraba siempre. Ese era mi papá. Muerto en un accidente. XXVI
Había algunas cosas que nunca se hablaban en casa. Era común no hablar. El conjunto de dudas al cual podemos llamar misterio era el eje central de nuestra historia. Muchas se intuían con facilidad, otras ya las sabía todo el mundo, pero nombrar o citar los hechos no era parte de esa historia.
-Tu padre era una excelente persona siempre. Es una pena...
Eso me lo decían todos los que lo conocieron. La muerte y el motivo eran cosas que usualmente no se deben mencionar bajo las circunstancias.
Siento el fenómeno de la observación. Estoy dentro de una caja.
De niña solía imaginarme que el ómnibus era una especie de bicho, animal gigantesco que por la entrada nos comía, que hacía que permaneciésemos en su estomago algún tiempo hasta que en un determinado momento fuésemos cagados en el punto exacto de bajar.
El cuadro miraba desde la sala. Por algún motivo había un bicho mayor del cual no había como escapar y que no se podía decir su nombre.
XXVII
Vestido nuevo. Era de un motivo floreado y me llegaba casi a los pies. El mismo corte de aquel vestido que me gustaba tanto y no me entraba más.
Zapatitos de charol y ninguna expectativa. Ya con mis ocho años, un día de mañana, sin prisa, sin ansiedad, fui bautizada.
En la Iglesia Virgen del Carmen el ritual empieza.
-María Amandy...
Para espesar de burlesco este caldo grotesco, me cambiaron de nombre otra vez. Amandy es un nombre indígena, pagano. -Tiene que tener un nombre cristiano, será María.
Salía del más oscuro paganismo a través de esta mudanza.
Prendieron una vela blanca y me mojaron la cabeza. Busqué sentir todas las palabras. No me habían preparado para el momento. Fue divertido, me regalaron un reloj (mi primer reloj, sinónimo de tiempo) y me llamaban creyente.
Algo en el mundo de los símbolos fue traspasado y con un almuerzo a ritmo de farra todos conmemoraron felices mi nuevo «estado».
Lamentaban no haberle confidenciado al cura que yo utilizaba como nombre cristiano el apodo de Beatriz, pero que María era muy lindo también.
Eso fue cerca del día de mi cumpleaños. El día tres de agosto de 1980.
XXVIII
Lalita tenía algunas joyas que pertenecían a la familia de mi mamá y algunos dólares que su hijo le mandaba desde Bolivia y Lelo le ayudaba a juntar.
Un día despertamos y había desaparecido todo. ¿Quién podría ser? Cualquier vecino, cualquier inquilino pyrague podía entrar en casa y robar nuestros objetos de valor.
Alguien sabía donde guardábamos las cosas. Lali me preguntaba:
-¿Vos le dijiste a alguien donde estaban las cosas?
- No.
Yo nunca iba a hablar nada. Ellos estaban dentro de casa.
XXIX
No me acuerdo a que edad aprendí a leer, pero antes del primer grado ya sabía deletrear mi revista favorito: Con-do-r-ito.
Ese hábito era alimentado por mi abuela, que me ayudaba con las palabras difíciles y en la comprensión de algunas historias que escapaban a mi capacidad de análisis, y también por mi abuelo, que regularmente me traía las revistas.
A los cinco años entré en la escuela. Primer grado en el Santa Marta. Mi lectura fluente me hace destacar entre los otros chicos.
Cuando llegaba a casa me subía a las sillas y leía la Biblia (uno de los únicos libros de la casa) a mis muñecas en voz alta. Era un cura hablando al mundo y a las plantas. Tenía ganas de hablar bajo la lengua.
Ya más grande me gustaba enseñar el método moderno a mis vecinas. Llegué a fundar una escuela con horarios rígidos y todo. Geografía y matemáticas para mis amigas y para las plantas.
Sentía un gran placer en expresar sin exponerme.
Leer y escribir eran maneras de hablar.
XXX
Mi abuelo aprendió a amar poco a poco en la vida. Aprendió a entregarse al prójimo muy tarde. Creo que papá dejó este mundo con la sensación de no ser querido por su padre.
Mi abuelo colgó la foto de papá sobre la mesa. Era su forma de ofrecerle un brindis.
A mi Lelo le gustaban ciertos detalles. Sus nietos alrededor, una macarronada, la mujer a la que siempre amó y que seguía siendo su amiga.
Reconoció orgullo y amor con la intensidad del que desfallece. -Este es nuestro último encuentro. Nangána Lelo.
Mi abuelo confundió la humildad con la pobreza que lo acompañó hasta el final de su vida. Parecía ajeno a la materialidad de la existencia, así como a los hechos que transcurrían.
Le debe haber dolido no saber pedir el amor y el cariño que tanto necesitaba. Su aspecto imponente, su altivez, su distancia y el hecho de ser un excombatiente de la Guerra del Chaco lo tornaban una persona atractiva y carismática, incluso siendo inaccesible. Era como si tuviese algo que no se podía tocar y que lo hacía menos humano. Quién sabe si eran sus propios sentimientos, inertes, intocados e inalcanzables, los que rodeaban su figura dándole un aire ausente.
XXXI
Me acuerdo que cuando era chica, Lelo tenía una farmacia. Nosotras (Lali, Pira y yo) vivíamos debajo de la escalera. En nuestra “casa” sólo cabía un colchón de soltero y dos personas en pié. También había un bañito. Vivíamos allí porque nuestra casa había sido tomada por la policía. Después de mucho recorrer de casa en casa paramos en aquel sitio finalmente.
Por este motivo, la mayor parte del tiempo lo pasábamos en la calle jugando con los vecinos. Fue en aquel lugar donde tuve más oportunidades para relacionarme. Recuerdo que Pira y yo comenzábamos a hablar algunas frases en chino, gracias a nuestra amistad con los niños del barrio. Evidentemente, los chinos eran los que cuidaban de una mercería. Rápidamente intimamos y solíamos invadirlos generalmente en los horarios más inoportunos, no sin antes sacarnos los zapatos al pasar por la puerta.
¡Ah! La farmacia se llamaba Da Costa. En aquel entonces, yo sentía que llevar ese apellido era algo grande. Sabía que era una Da Costa porque me lo contaban, pero no constaba en los papeles.
Lelo llegaba siempre al final de la tarde y todos nos sentábamos bajo la luz del letrero, hasta la noche. Yo paseaba mirando todos los estantes, todas las vidrieras. Me encantaba aquel brillo para la boca... ¡Y aquellos muñequitos de madera! Después de mucho tiempo, ya cuando la farmacia se cerró, pasaron a ser míos. Cuando vine a Brasil los dejé con Lelo. Mis juguetes estuvieron con él hasta el fin de su vida. XXXII
Salir del refugio de las palabras es volver a buscarles un sentido. El olvido es un lugar seguro. El non-sense lo envuelve y lo diluye todo; todo se pierde. La rueca que hila las escenas está sujeta a la enredada composición de mis recuerdos y deseos. Así se construye una historia, una identidad. Todo participa de un mismo ritmo. Decía que los olvidos son lugares para esconderse, son silencios (a veces hablados) que hilvanan los recuerdos reconstruyendo el tejido, el guión de mi existencia. Un pequeño oscuro se hace ausencia. La lluvia cae.
XXXIII
Imágenes. Rayos de conocimiento acumulado que vienen y se van sin orden aparente. Canto esta música internamente por casualidad. Vivir es componer la historia. La extraña melodía se propaga.
En el ojo de la tormenta, una rara sensación de paz me envuelve. Todos los que no están me acompañan. En algún lugar de dentro de mí, me siento acurrucada y protegida por mis fantasías. Nadie me va a hacer daño.
XXXIV
Hace ya algún tiempo que no consigo escapar a la imagen de mi abuelo. Pasea hace días conmigo. No puedo dejar de notar su actitud frente a la vida y frente a aquellos que le amaron. Una parte de mí recuerda la ternura con la que tomó conciencia resignada de su propia suerte. Sus culpas, o sus grande errores (para él pecados), le enajenaban. Como católico confuso de moral y práctica, se sentía un mal siervo arrastrado a su destino. Se acomodaba en su celda, en la cual debieron dar sus huesos un par de veces por lo menos. Debió asumir su saga con gusto amargo. ¿Qué es la existencia al final, o el amor?
XXXV
Una parte de mí se detuvo cuando él se fue, girando alrededor sin encontrar nada, ni siquiera un motivo. Algo parecido a un abrazo que se disuelve en el pasado. La otra parte de mí recomenzó de nuevo la marcha.
-No hay como no mirar a los dos lados antes de cruzar. Siempre escucho en mi cabeza ese consejo (generalmente nunca antes de atravesar la calle).
Estimo cada una de mis huidas como pequeñas victorias del dolor.
Sobrevivir con sufrimiento fue al principio imposición. Después se transformó en necesidad. Todo camino conocido es más fácil de trillar.
Sé de dónde viene mi dolor y me cuesta acabar con el placer que me proporciona. Mi dolor llora, se duele, se achicharra. La parte de mí que se detuvo da rienda suelta para que la otra continúe. El dolor me aleja de mi destino, me retrasa. No dispenso chicote al decir: -¡Arre, dolor! Éste es nuestro camino.
Todavía hay mucho que aprender.
XXXVI
Ha pasado ya algún tiempo.
Regurgito un pedazo de tierra a nuestros pies y con el rostro dibujado de urucú bailamos al sabor de nuestro sino.
En este momento de la tragedia, el héroe asegura las riendas de su historia optando por el libre arbitrio.
Y este viento que nos cubre, al permearnos, mudará nuestro paisaje.
Una zanja se abre en esta tierra. Todos los restos secos de los muertos son atizados en su sima.
Una gran zanja, donde yacen los despojos, las sobras y las ruinas: resquicios de lo que resta.
Fuego. Hoguera de fondo hueco.
Zanja de fuego libertador y tierra fértil.
Fuego.
PARTE TERCERA
XXXVII
Era ya algo rutinario, siempre había un pyrague apoyado en la muralla de la esquina de casa leyendo un diario, y así se pasaba el día entero. Esperando, esperando.
Era sólo salir de casa que ostensivamente sacaba su walk-talk y hablaba, siguiéndonos. Ellos siempre estaban con nosotros.
Un día fui a visitar a mi tía Otilia, una tía de mi mamá que me ayudó mucho en mi educación. Alquilaba piezas en su casa y otros terrenos al fondo del patio. Siempre había muchos inquilinos.
En cierta ocasión, un sujeto sedujo a la empleada doméstica de mi tía, que a esas alturas debía tener casi trece años. Nadie se enteró de nada, solamente yo, pero no podía hablar. Pensaba que no me creerían. Era un señor mayor y en varias ocasiones se había mostrado inconveniente. Recuerdo que le tenía miedo, no me gustaba nada quedarme a solas con él.
Mi abuela y mi tía le tenían cierta simpatía; gastaba mucho dinero, estaba acostumbrado a dar regalitos y hacer ciertos agrados. Aparte de esto, daban buenas carcajadas con su sentido del humor y sus tiradas capciosas.
Un día, él apareció con un coche. Vino a mostrarle a todos su coche nuevo y nos invitó a que diéramos una vuelta.
Subí yo primero, insistió mucho para que me sentase delante, a su lado. Cuando mi abuela iba a subir al coche, arrancó. Sólo llegué a oír el grito de mi abuela y la vi corriendo.
El corazón disparado y casi saliéndose por la boca.
-¡Para! ¡Para! ¡Para el coche! -Conseguí destrabar la puerta y me iba a tirar.
El miedo desconoce cualquier limitación.
Él se reía fuerte, con verdadero placer. Le pregunté dónde me estaba llevando. Él me decía: -Vas a ver, vas a ver... Me atajó fuerte por el brazo y entre carcajadas dio la vuelta a la manzana. Llegamos a tiempo de ver a mi abuela trastornada intentando todavía correr detrás del coche. Ya tía Otilia y Lucy estaban medio paralizadas por el miedo. Al final todo no pasó de una broma. Decía: -Viste, qué fácil hubiera sido...
XXXVIII
Algunos de mis propios recuerdos me resultan extraños. Es como si fuesen imágenes filmadas desde múltiples planos. A veces puedo verme desde arriba, como subida en un árbol. Memoria sobre mí. XXXiX
Retomo la dura cabalgada. El flanco es el único trunco. Al final es el rumbo lo que me sustenta.
XL
El mundo se amplia poco a poco. A veces la puerta se abre y es posible ver.
Ya di varias vueltas en esta calesita.
No distingo bien qué es tristeza, qué ansiedad. Estoy triste. Necesito saber si se acaba o no esta angustia. A veces es pasado, a veces presente puro y duro. La angustia constante me asfixia. Es un nudo en la garganta que sólo se desata con el viento. Me exijo demasiado y el nivel de oxigeno acaba.
XLI
Existe un mundo de fantasías que acostumbro visitar. Talvez ésta sea la vida que mana del ombligo. Todo parece tener sentido en mi casa de juguete. Cada corredor contiene en sí el misterio de la vida. Hay que recorrer el laberinto con la convicción ciega del que siente su destino. La sangre pulsa su pasión. Debo dar respuesta al deseo voraz de zambullirme en la vida tal y como ella se muestra, así no más.
XLII
La lluvia paró. No queda nada a qué agarrarse. El cariño se agota. Estoy vacía como las nubes.
XLIII
Regresábamos de uno de nuestros paseos cuando encontramos nuestro portón abierto de par en par. En el centro del patio estaba sentada una señora, con varios de nuestros “inquilinos” alrededor.
Su nombre era Daisy, una persona sin duda muy especial. Hablaba con mucha calma y clareza un español medio aportuguesado. Nos contó que mamá estaba bien, viva y que nos quería mucho.
Nos trajo unos regalitos y la tentadora propuesta de que nos fuéramos con ella a Brasil. Estábamos en julio de 1984. Yo iba a cumplir doce años en agosto.
Es difícil descifrar los designios de nuestra propia libertad.
Es increíble cómo la vida puede cambiar tanto en tan poco tiempo. Lo que era el mayor de los deseos se transformó en algo temible. Pérdida de referencias, miedo a lo nuevo, miedo a lo viejo. El miedo.
Así los momentos felices también tienen su dosis de agonía. A veces, son incluso catárticos porque se destartala todo el lindo castillo de naipes.
En la felicidad y en la conquista, la permanencia y propagación del miedo se hacen más patentes. Lo desconocido abría sus puertas al abismo. Era saltar a ciegas o permanecer en el agobio de la tortura y el control diarios. La ternura que desprendía Daisy nos hacía ver una tabla salvadora en el océano. Si hacíamos las cosas correctamente podríamos escapar, podríamos ser felices, podríamos ser familia. Sólo la idea de salir del país generaba en mí una ansiedad difícil de describir. No conocía el idioma, ni a Daisy siquiera, pero la confianza que era capaz de transmitir nos hacía pensar que había grandes posibilidades de grandes guiñadas en nuestras vidas.
Se quedó con nosotros casi un mes.
Quiso conocer a mi hermana Mbyjá que se encontraba en el paradero desconocido. Ni yo la conocía aunque sabía de su existencia. Yo le había pedido a mi mamá una hermanita y acompañé por momentos su linda y grande barriga. Recuerdo un vestido floreado y su cabellera gruesa y negra.
Comenzamos preguntando por ella en un barrio cercano y conseguimos algunas pistas. En cinco días la localizamos. Conversamos con la familia que la criaba y, después de algunas horas, la veo llegar de la escuela con su uniforme. Jugamos un poco en un parque. Ella estaba muy inquieta. Su madre adoptiva le había dicho que éramos hermanas y ella pensaba que era hija de su papá. Me hizo varias preguntas en ese sentido. Le dije: -Te voy a contar una historia. Se quedo muy asustada y me empujó fuerte. Caí en un pozo de casi tres metros de altura. Los adultos llegaron a un acuerdo. Mi hermana me ayudó a salir del pozo y éste fue nuestro primer secreto. Nos volveríamos a encontrar después. Tenía una linda letra.
XLIV
Íbamos a viajar finalmente. Mi abuela me dijo dándome una bolsa de plástico grande: -En esta bolsa vas a poner los juguetes que quieras llevar.
Eso fue en septiembre, tres meses antes del viaje. Primero coloqué mis juguetes favoritos, los imprescindibles. Pero con el tiempo acabé por meterlos casi todos, siempre dando una forzadita para que pudiera entrar uno más.
Un bello día la bolsa se rompió. No iba a poder llevar juguetes.
Llevaría solamente el retrato de mi padre. A mi madre la iba a tener allá.
XLV
Mi familia es una frágil pirámide de historias. A veces parece tener sentido, otras se desvanece con una sola frase. Todos tenemos nuestra dosis de miedo y todos tenemos una frontera que nunca ultrapasamos.
Me siento embriagada en este vértigo de flashes continuos. El tiempo se tensa expandiendo la percepción de mi propia vida. El trago es saboreado caliente, el momento se hace carne con todos sus impulsos. Galopar, sentir el extremo, transitar más allá del dolor.
XLVI
Es difícil trillar la propia historia. Aunque no lo sepamos, siempre hay una conciencia. Es duro pararse de pronto, comenzar a deconstruir situaciones o momentos y preguntarse: -Quién soy yo verdaderamente. Mirarse a uno mismo y describirse como un objeto conocido ya desde el comienzo.
XLVII
Agarramos el ómnibus hasta General Stroessner, hoy en día Ciudad del Este. Allí intentamos comprar los pasajes, pero no pudimos. Con nosotras estaba tía Mami, sólo para ayudarnos ante cualquier eventualidad. Ella fue a la embajada boliviana con mi abuela y, contando un par de historias, consiguieron un papel provisorio. Ningún problema aparente. Embarcamos. Atravesamos la frontera. No bajamos en Curitiba. Bajamos sólo en San Pablo...
XLVIII
Antes de viajar ya había extrañado el vestuario, pero como todo, hacía parte del disfraz. Estaba de vestido y zapato alto.
Creo que era la segunda vez que usaba zapato alto. A mi abuela le encantaban los tacones (era un poco bajita) y yo a veces los usaba para jugar. Pero casi nunca antes me había disfrazado de mujer.
Ni nos bajamos en Curitiba, continuamos viaje y llegamos a San Pablo. Nadie nos fue a buscar. Cogimos un taxi y llegamos a Tatuapé. Realmente no harían falta los juguetes. Los tacones sonaban en el asfalto.
Pensé que cambiar a ciegas de destino sería la parte mas difícil. Renunciar a todo lo conocido. Pero ahí estaba yo. Parada frente a la casa de mi madre. Me inundaba el miedo de que pudiese no gustarle, de no ser lo que esperaba. Toco el timbre y me atiende una mujer que ríe, grita, despierta a todos en casa y me abraza llorando y riéndose. Ella es un poco mas baja que yo por los tacones. Procuro asimilarla con las memorias que tengo de ella.
Hay un silencio en mi alma. La abrazo fuerte y siento que mi vida está comenzando.
Tenía 12 años.
XLIX
Sueño con un ómnibus que atraviesa un puente, yo estoy en él, del otro lado una niña me dice adiós.

Um comentário:

Horacio disse...

SENCILLAMENTE,,,,HERMOSA...LAS LEI 1000 VECES,....CARIÑOS
HORACIO